AL OTRO LADO DEL CREPÚSCULO
El friso naranja se iba devorando al círculo dorado hacedor de la luz. Parecía alejarse con celeridad a medida que se opacaba. El resplandor amarillento se encogía a cada instante. Detrás de nosotros, las sombras avanzaban entre la fuga irremediable de la tarde.
Sobre la laguna, una leve brisa rizaba la superficie del agua, y los juncos, que emergían cautelosos, columpiaban impávidos a la espera de la calma que reinaría en poco rato.
Desde nuestra perspectiva se veía el viejo molino junto al alambrado, girando todavía con un aspa rota; al tiempo que el débil y sediento lamento que emitía parecía burlarse de nosotros, asustándonos. Me distraje un momento y tuve que hacer piruetas para no llevarme por delante a uno de mis compañeros. Otros dos, que venían detrás, me imitaron, mirándome con sus ojos muy abiertos por la sorpresa; pasaron a mi lado meneando sus cabezas como en gestos de reproche.
Al mismo tiempo que buscábamos el lugar donde iríamos a dormir, la hermosa e indescriptible tonalidad del ocaso entintaba de rojo las pocas nubes colgadas no sé de donde, estáticas y frágiles sobre un horizonte, que hoy, me pareció diferente al de otras veces.
¡Nunca me sentí tan feliz! Tomé fuerzas y en un impulso de júbilo rebasé a tres o cuatro compañeros que me precedían. Creo que en ese momento mis colores brillaron como nunca y mi cuello se estiró un poco más a causa de mi vanidad. Me extasiaba con aquellos agujeritos de luces sobre el agua, similares a los que había más arriba, sobre nuestras cabezas. De improviso, partió desde los juncos un reclamo sin alma que pareció llamar la atención de nuestro guía y, junto a él, enfilamos hacia el lugar desde donde provenía el engaño. A mi me pareció ver entre el totoral un par de sombras agazapadas y algunos de esos bichos gritones de cuatro patas. Esos, de hocicos largos con grandes y estúpidas orejas; más grotescos aún con esa larga cola que, realmente, no sé para que les sirve. Cerca de ellos, sobre el agua, ahora un poco más calma por la huída de la brisa, los hoyitos de luces algo más quietos, se iban agrupando cada vez más. El cielo ya no era ni azul ni negro. Supuse que podía compararlo con el color del humo de la madera nueva de los bosques cuando arden.
De pronto, se mezclaron con mis pensamientos: el sonido de truenos y un par de pequeñas nubes blancas, a las que vi partir desde las siluetas agazapadas.
Sentí un pequeño dolor en mi costado derecho y de inmediato, otro alfilerazo en mi pecho. No pude mantener el ritmo, me faltó el aire y comencé a caer. Tomé conciencia de que me acercaba velozmente hacia los pequeños socavones de luces que había visto sobre la superficie del agua. Golpeé sobre la superficie y me quedé quieto... Me pareció que aún podía mover mis alas. El frío del líquido se mezcló con la sangre caliente y sentí miedo...
Mis amigos habían huido. No pude hallarlos en el marco del pequeño fragmento de cielo que aún podía ver. Me sentí muy solo. Solo con el miedo y la sospecha.
Me humilló que uno de esos asquerosos bichos de cuatro patas me tomara sin contemplación entre sus babeantes fauces y me depositara como un trapo despreciable en la mano fría y áspera del hombre.
Como en un sueño, comprendí lo que alardeaba: “¡Qué hermoso pato! ¡Mira José, los colores que tiene! ¡Fíjate que pechuga! ¡Qué hermoso ejemplar, parece un macho...!”
Pobrecitos... Sólo tuve lástima por ellos...
Luego, mis ojos perdieron el brillo, al mismo tiempo que se fueron apagando los sonidos del canto de las ranas. Penetré en una de aquellas oquedades lumínicas reflejadas en la superficie del agua, hasta hallar la sublime inconsciencia del no ser.
Acaso, en busca de algunos de mis camaradas para retomar la levedad del vuelo interrumpido.
Acaso, para oír en otros humedales... la copla inmemorial de las cigarras...
©2012NORBERTO PANNONE, Buenos Aires, Argentina. Del libro “Cuentos de barrio
norbertopannone@gmail.com