ASOMBRADA
No fue sino hasta que vi a
mi sombra desprenderse de mis plantas, que comprendí cuánto tiempo llevábamos
juntas sin dirigirnos la palabra, el gesto o la mirada.
En esos días sofocantes de
verano – en los que respirar era en sí mismo un acto heroico que desafiaba a la
humedad pegajosa del ambiente, a la opresión de la presión atmosférica,
maloliente y contaminada por los desechos químicos-, en esos días yo buscaba
afanosamente la umbría de la fronda de algún árbol, de una pared, de una
columna, o de un delgado poste… o, tan siquiera, la de una silueta ajena, para
evitar que el sol me calcinara, me carcinogenizara la piel, para que no me
hirvieran las neuronas, en un caldo de pensamientos lúbricos ni acuosos, para
que mis ojos no alucinaran espejismos psicodélicos.
No me afligía que ella
quedara o no expuesta al oprobio de un verano infernal.
No me afligía… porque ni
siquiera la miraba.
Pero ella, sin duda, se
recostaría en mí antes de que el meridiano reinara en su apogeo, y durante el
segundo de la coronación solar, ella me contendría como un estuche hecho a mi
perfecta medida.
Al atardecer se me haría
mi humilde y prolongado espejo neutro, reverenciada ante mí, o a mis espaldas.
Ahora que intento suponer
lo que soslayaba, ahora me pregunto qué haría mi sombra bajo el perfil pesado
de los muros.
Tal vez fuera entonces
cuando germinara su idea de abandonarme, de cortar nuestra relación tan
dependiente de la luz o de la oscuridad.
Pero mi sombra –lo sé ahora- a mí sí me observaba.
No sólo me observaba, sino
que me presentía y vibraba con la cuerda floja de mi falta de cordura.
Mi sombra también se dejó
llevar por la palabra profana: la que promete y no cumple, la que abomina del
rito sacrificial cuando llega la hora de la entrega.
Mi sombra tocaba el cielo…
hasta que el abismo de la tristeza se abatió sobre mí y la hizo descender hasta
el Hades.
¡Pobre Sombra!, tan frágil
e incorpórea.
¿Cómo pudo enfrentarse con
mis miedos?
El amor, el desamor, la
vida y la muerte y todos los opuestos que me ofuscaban.
Ella todo absorbía, resolvía, absolvía.
Y era así que yo lograba
transitar ese verano, atravesando toda nube de tormenta arrepentida; nube
irredenta que se negaba a refrescarme con sus lágrimas.
Mientras mi sombra compartía mi destino, más consciente de mí, que yo de ella.
No fue sino hasta que vi su contorno desprenderse de mis plantas, que comprendí que ella tomaría otro camino.
Entonces fui yo la
penumbra de mi sombra y la seguí, agazapada, bajo la luz de la luna llena.
©
MARIÁN MUIÑOS – España
MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA
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