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sábado, 9 de agosto de 2025

BLAS DE OTERO, ODISEO DE SU “ÁNGEL FIERAMENTE HUMANO” - Roberto Alifano - Buenos Aires, Argentina

 




BLAS DE OTERO, ODISEO DE SU “ÁNGEL FIERAMENTE HUMANO”


“En el principio fue la Palabra -afirman las Escrituras- y todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra”… Y la Palabra se hizo carne y habita entre nosotros”.

Impulsado por su fe en la palabra, la misión del poeta es embellecerla. Si la palabra da sentido a su expresión otorgando belleza es esencia más allá de cualquier forma o género literario. Con la palabra no solo se comunican ideas y experiencias, también se transmiten emociones. El arte de la literatura debe ser ante todo verbal, y de lo que se trata es de encantar esa palabra para que vuele como pájaro, mariposa o pétalo impulsado por la brisa. Más allá de las reglas que impone la versificación, el poeta debe cumplir la misión de expresar belleza y dar vida con su palabra. “El poeta es un pequeño Dios”, enfatizó convencido Vicente Huidobro.

Entre los poetas del siglo XX que releo con devoción y renovado placer figura el alto nombre de Blas de Otero, un artífice de la palabra que con asombrosa libertad trabajó con formas clásicas y rupturistas logrando un mecanismo exquisito, entremezclado con el delirio y lucidez social. Sin confiar en la mera casualidad, el poeta logra conciliar una tradición estética con otra nueva manera de rebelión. A través de la palabra, accede a los umbrales de una plenitud que linda con su religiosidad. Inseparable de la crítica del lenguaje; esa palabra fundacional es además una prédica de la salvación humana que abarca presente, pasado y futuro. Nunca su culminación.

En unos versos de sus magistrales sonetos de Ángel fieramente humano, el poeta profetiza:

Definitivamente, cantaré para el hombre.
Algún día -después-, alguna noche
me oirán. Hoy van -vamos- sin rumbo,
sordos de sed, famélicos de oscuro…

Yo os traigo un alba, hermanos. Surto un agua,
eterna no, parada ante la casa.
Salid a ver. Venid, bebed. Dejadme,
que os unja de agua y luz, bajo la carne…

A través de una palpitante poesía existencial, en la palabra de Otero se puede acceder a los umbrales de otra plenitud donde la vivencia de formal se realiza desde una experiencia estética que nace de sufrimiento personal. Su poesía es una prédica de la salvación humana a través de la misma poesía, donde el artífice suma belleza y esperanza, aunque a veces desilusión, siempre en el principio de un proceso. Con un portal abierto a la dinámica de la propia vida y a su fe religiosa, escribe:

Luchando, cuerpo a cuerpo, con la muerte,
al borde del abismo, estoy clamando
a Dios. Y su silencio, retumbando,
ahoga mi voz en el vacío inerte.

Oh Dios. Si he de morir, quiero tenerte
despierto. Y, noche a noche, no sé cuándo
oirás mi voz. Oh Dios. Estoy hablando
solo. Arañando sombras para verte…

El resultado es un giro hacia la temática original de toda su vida, donde profetiza una posible esperanza en la salvación humana a través de la propia palabra. Sin embargo, una vez más no aparece una vía unitiva: pues la única manera de alcanzar la unión con Dios no está en esta vida, sino acaso en la muerte. Ese misterio que desconcierta al poeta. En esta vida solo se puede aspirar a vivir la gracia, entendido como el poder habilitador de la sanación espiritual ofrecida por medio de la misericordia y del amor al Salvador, sintiendo el sueño de la presencia divina. Y el poeta se resigna a lo que somos.

Pero, mortal, el hombre nunca puede,
nunca logra ascender adonde el cielo
es torre esbelta…

Entonces, Con los pies en la tierra, y como buen lector de Sören Kierkegaard, uno de sus referentes filosóficos, Otero desarrolla principalmente en el período de entreguerras una forma de rebelión donde básicamente, postula que existe una gran diferencia entre “ser” y “existir”. “Ser”. Es una forma de rebelión, donde todo lo que rodea al poeta es pasivo y se debe atravesar con la palabra. Así los objetos “son”, porque no protagonizan ninguna acción; en todo caso juegan como receptores de ellas, pues carecen de la forma suficiente y de autonomía para elegir su propio destino. Son lo que “son” en sí, sin posibilidad de cambiarse a sí mismos. De allí su reclamo:

Rebelde, el poeta reclama ante la muerte:
Humanamente hablando, es un suplicio
ser hombre y soportarlo hasta las heces,
saber que somos luz y sufrir frío,
humanamente esclavos de la muerte…

Si en la lírica del siglo XX se puede encontrar un aedo cercano a Blas de Otero, inmediatamente pensamos en César Vallejo. Cuyo dolor existencial no tiene límite. El hombre existe con su libre albedrío y es tal como es, y no puede cambiar su propio ser con decisiones. Es su sufrimiento, la resignación ante la crueldad, la entrega a un destino que solo se puede enfrentar con la palabra. Como el poeta peruano, Otero se caracteriza por sentir la finitud y estar contenido en una contingencia temporal que lo amarra ante lo terrenal: es decir, tiene un cuerpo mortal y ante esta realidad el poeta expone su reclamo al no ser concebido como eternidad, atada siempre a sus propios errores y a la contingencia, el poeta pide al Supremo que haga algo por al género humano.

Salva al hombre, Señor, en esta hora
horrorosa de trágico destino;
no sabe dónde va, de dónde vino
tanto dolor, que en sauce roto llora.

Ponlo de pie, Señor, clava tu aurora
en su costado, y sepa que es divino
despojo, polvo errante en el camino:
más que Tu luz inmortaliza y dora.

¡Ponnos, Señor, encima de la muerte!...

Para el poeta el hombre no sólo “existe”, sino que además tiene la obligación de hacerlo, o acaso “volver a hacerlo” las veces que sea necesario. Y en su desesperación, como César Vallejo, Blas de Otero se aferra a un existencialismo místico donde presiente que puede haber una defensa de la vivencia subjetiva por encima de la pura objetividad, y es por eso que busca refugio en su propio individualismo moral: cada uno debe ser responsable de sus propias acciones y decidir su código ético.

No existe, pues, ninguna base objetiva para defender las decisiones morales; el mayor bien para un individuo es encontrar su propia y única vocación. Se trata de una crítica a los “más allá” metafísicos para ubicarse en el “más acá”; una alternativa a las filosofías que analizan el conocimiento objetivo y las concepciones sistemáticas del mundo para centrarse en el hombre, en su vida y su muerte.

Presintiendo esa certeza o, mejor dicho, convencido, Otero crea su propio sendero dentro del existencialismo, y abre un camino que acompaña a través de la estética iniciada por Jean Paul Sartre: una filosofía primordialmente moral, que denuncia el compromiso del hombre con su propia libertad. No existe una predestinación, no hay dioses ni almas: cada uno es responsable de sus propios actos, está solo, sin más. Ese sentimiento de soledad existencial es uno de los pilares de la obra poética de Otero. El existencialismo de Sartre se inscribe dentro del marxismo, difiriendo de este en una negación de todo totalitarismo: el hombre debe tener libertad para ser lo que quiera.

Aparece entonces el existencialismo como elemento terrestre y como respuesta a una crisis espiritual que lo lleva a perder la fe. A través de ella llega a lo que será el estado definitivo de su poética, la poesía social. Sin embargo, esta etapa tiene entidad propia y valor de por sí, y el yo poético se queda solo en esa busca agónica e infructuosa de una nueva fe o una razón para vivir. El hombre es un ser destinado a la muerte en un contexto de desolación y ruinas; ansioso por sobrevivir, por no perderse en la nada, busca a Dios. Lo que antes era una llamada ahora es una pregunta a gritos; un reclamo. Sin embargo, solo obtiene silencio como respuesta; en ese silencio su corazón se llena de miedo, miedo a la muerte que le aprisiona y le condena a que todas las cosas que está haciendo no sirvan demasiado. Lo que debe hacerse es aceptar el propio destino, y así encontrar un nuevo absoluto de vida. De este modo halla dos tablas de salvación: el amor y la poesía. No sin indiferencia, siente que Dios se le ausenta.

Luchando, cuerpo a cuerpo, con la muerte,
al borde del abismo, estoy clamando
a Dios. Y su silencio, retumbando,
ahoga mi voz en el vacío inerte.

Alzo la mano, y tú me la cercenas.

Esto es ser hombre: horror a manos llenas.
Ser -y no ser- eternos, fugitivos.
¡Ángel con grandes alas de cadenas!

Blas de Otero Muñoz nació en Bilbao, en 1916 y murió en Madrid, en 1979. Fue también miembro de la Generación del 50’, y uno de los principales representantes de la “poesía desarraigada”, fruto de los tiempos duros que le tocó vivir. Firme y valiente opositor al franquismo, anheló y cantó a la democracia durante 40 años, aunque no llegó a ver completamente realizado su sueño,

ROBERTO ALIFANO – Buenos Aires, Argentina
MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA

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