
EL LEGADO DE NUESTRO PAPA DEL FIN DEL MUNDO
Conocí a Jorge Bergoglio a través de
Borges que mantuvo con él una prolongada y enriquecedora amistad. Se trataban
como viejos amigos y la amistad databa de 1964 cuando Bergoglio, recién
ordenado sacerdote, daba clases de literatura en el colegio jesuita de la Inmaculada
Concepción, de la provincia de Santa Fe, uno de los más antiguos y
prestigiosos de la Argentina. En esa oportunidad, respondiendo a una invitación
del joven profesor, en compañía de una amiga común, Borges viajó
imprevistamente para visitarlo y ofrecer una charla a sus alumnos. “Lo
divertido fue que me tocó afeitarlo, cuando lo fui a buscar al hotel”, reía
Bergoglio. De allí en más nunca dejaron de frecuentarse.
La perla de esta relación es que una
mañana, cuando yo colaboraba con Borges, me habló de dos sacerdotes que lo
visitaban: el padre Guillermo, que había sido confesor de doña Leonor, su
madre; “un pesado que todo el tiempo quiere hacerme sentir un pecador y
salvarme convirtiéndome al cristianismo --decía Borges-, y el
Bergoglio, que es profesor de literatura”. Al referirse al primero, me
contó que era un fanático del futbol, que le proponía que lo acompañara los
domingos para ir primero a misa y luego a la cancha. “No quiere entender que
yo deploro el futbol -se quejaba-. Este Guillermo tampoco
aprueba que yo sea agnóstico y todo el tiempo me quiere convertir. El otro, el
jesuita ama la literatura. Con él, como usted sabe, tenemos largas conversaciones
sobre Flaubert, Chesterton y Conrad, los escritores que ambos amamos y
releemos… Ahora, hay veces en que también conversamos sobre filosofía y
religión; entonces yo me quedo con la impresión de que tiene dudas sobre la
existencia de Dios. ¿No le parece raro eso en un cura? Mi madre se aterraría.
Pero bueno, quizá no es tan raro si tenemos en cuenta que se trata de un
jesuita”.
Para mí fue una época gloriosa en la
que muy seguido nos encontrábamos con Bergoglio para almorzar y hablar sobre
literatura. Como Borges, Bergoglio era un conversador, y en cuanto a sus
mensajes y a su prédica estaba siempre en favor de los pobres y de los
excluidos, y a veces chocaban con el autor de El Aleph, sobre el
enojoso asunto de la política. Con palabras nuevas y sorprendentes, revulsivas
en muchos casos, Bergoglio criticaba el modelo económico excluyente y
depredador.
Ya elegido Papa, siempre estuvo
cercano de los humildes y desposeídos. Los cambios que hizo en la Iglesia
fueron muchos y algunos polémicos y contundentes. El papa latinoamericano que “los
cardenales fueron a buscar al fin del mundo” como él mismo decía, entrará
en la historia de la Iglesia Católica y de la humanidad como aquella
persona que ejerciendo un liderazgo firme, dentro y fuera de las
fronteras institucionales, supo entender los desafíos de una sociedad
contemporánea muy compleja y con escasos rumbos; desde su lugar ensayó las
respuestas a su alcance y, sobre todo, tuvo la capacidad de interpelar a
propios y extraños con su mensaje profundamente humano.
De esta manera, Jorge Bergoglio, que
tomó el nombre de Francisco, uno de los Santos más humildes de la historia
cristiana, logró dejar una huella imborrable en la vida de muchísima gente y
también en gran parte de quienes se negaron a reconocerlo como líder espiritual
o religioso y aún lo rechazan repudiando su mensaje al que algunos califican de
“comunista”, “peronista” o “populista”. Fue así que este Francisco de nuestro
tiempo, se convirtió dentro del escenario que nos toca vivir -atravesado por
severos conflictos sociales, guerras y, al mismo tiempo, carente de voces y de
referentes que iluminen los senderos de una genuina hermandad- en paradigma del
líder moderno.
Austero, humilde, con sentido
revulsivo, Francisco marcó con su presencia toda una época. De esta manera
insistió en la idea fundamental de “una iglesia de puertas abiertas” con
capacidad para todos, sin ningún tipo de restricciones, y en diálogo abierto
con la sociedad, lo cual implicó también reformas profundas en las estructuras
eclesiásticas del accionar de la Iglesia, pero sobre todo con buen espacio para
los laicos, sin excluir a las mujeres y a las personas distintas. Con esa
intención propició, a través de los sínodos (universales y regionales) un modo
participativo que puso en crisis el modelo estrictamente jerárquico, piramidal,
heredado de las épocas romanas. Lo cual trajo aparejado también la decisión de
enfrentar los problemas de abusos, la pederastia y la corrupción dentro de la
estructura eclesiástica.
Sin temblarle la mano, Francisco
acompañó este proceso con reformas de la curia vaticana, recambio de los
responsables y nuevos nombramientos para rodearse de figuras de su confianza.
También hubo cambios mediante la designación de obispos más jóvenes y cercanos
a su perspectiva de transformación profunda.
Por supuesto que las resistencias y
enfrentamientos se manifestaron rápidamente en todo el mundo; también en la
Argentina, donde paradójicamente los sectores católicos más conservadores,
empresarios y representantes del poder que vieron en Francisco la continuidad
de un cardenal Bergoglio, que en su momento y sin considerarlo como del propio
palo, nunca les resultó incómodo. Pero rápidamente se sintieron defraudados por
iniciativas y propuestas que acentuaron los rasgos más latinoamericanistas del
entonces cardenal de Buenos Aires, radicalizando su perspectiva en favor de los
pobres, de los excluidos y de sus derechos.
Fue así como el poder se disgustó con
Francisco y no lo disimuló. También los sectores conservadores de la Iglesia,
incluidos algunos obispos se sintieron molestos con Bergoglio, aunque estos
últimos se mantuvieron dentro de los márgenes de discreción que impone la
propia Iglesia. Sin embargo, a nivel mundial las intrigas y las conspiraciones
fueron en aumento. Integrantes del colegio cardenalicio que habían ido a buscar
a un papa latinoamericano y seleccionaron a un argentino porque siendo tal era
el “más parecido” a los europeos se sintieron frustrados en sus expectativas.
En más de una oportunidad, esos sectores ultra conservadores se rasgaron las
vestiduras ante lo que consideraron excesivas concesiones, tanto en sus
mensajes como en su estilo pastoral.
El Papa Francisco no se inquietó por
estas (en muchos casos) conspiraciones. Siguió tomando decisiones con
conciencia de los problemas que enfrentaba e incluso utilizó la energía y el
respaldo que le llegaba desde afuera para dar batallas en el seno de la propia
Iglesia. Se mostró convencido de la tarea que debía enfrentar para avanzar y
profundizar sus reformas a una Iglesia con mayor participación sinodal, más
horizontal y plural que renueve la vida del catolicismo.
Otro de sus propósitos fue promover
una visión integral de la educación, centrada en la inclusión, la fraternidad y
el compromiso ambiental. Su llamado al Pacto Educativo Global interpela a toda
la humanidad a reconstruir el vínculo entre generaciones, culturas y saberes.
Desde Roma, pero con una profunda raíz latinoamericana, Francisco situó a la
educación en el centro de su propuesta pastoral y política. Su mirada se alejó
de los modelos competitivos o utilitaristas de un saber con inclinación
clasista y se orientó hacia una pedagogía del encuentro, la solidaridad, el
bien común y el respeto a la condición humana. Una de sus iniciativas más
relevantes fue el lanzamiento, en 2019, del Pacto Educativo Global,
un llamado a reconstruir “el pacto educativo roto”, es decir, los lazos entre
escuela, familia, comunidad, política y cultura. Francisco propuso un
compromiso conjunto, que incluyó a docentes, estudiantes, líderes religiosos,
dirigentes sociales, intelectuales y gobiernos, para “repensar la educación
frente a los desafíos de la exclusión, la desigualdad, el deterioro ambiental y
la fragmentación social, ya que el mundo necesita una nueva educación, que no
se limite a transmitir información, sino que forme personas dispuestas a
comprometerse con el otro y con el planeta”, expresó entonces. Y dentro de
ese marco, defendió de manera persistente que la educación debía ser un derecho
universal y colectivo, no un privilegio ni una mercancía para una minoría. Su
pensamiento, inscripto en la tradición de la educación popular latinoamericana,
valoró especialmente el trabajo de educadores comunitarios y organizaciones
sociales que garantizaron el acceso al conocimiento en contextos vulnerables. “Educar
es un acto de amor, es dar vida”, afirmó en diversas ocasiones.
La fraternidad, la paz y el diálogo
intergeneracional estuvieron también en el corazón de su propuesta. Como
planteó en su encíclica “Fratelli Tutti”, donde proclama que la educación debe
abrir caminos para una nueva convivencia, plural y justa. A la vez, su
encíclica “Laudato Si”, impulsó una ecopedagogía que vinculó la justicia social
con el cuidado de la casa común, poniendo especial atención en jóvenes,
docentes y en la familia en general. Con esa convicción, Francisco dirigió
numerosos mensajes donde destacó la necesidad de enseñar a pensar,
sentir y actuar de manera coherente y comprometida, que en su visión era la
de formar personas críticas y solidarias, acaso una de las tareas educativas
más urgentes de nuestro tiempo. En esa dirección dio pasos esenciales y, quizá
sea la tarea inconclusa que dejó y que quedará en manos de quien lo suceda en
el pontificado. Una designación que, según mi humilde parecer, dependerá de una
insólita -sin duda incierta en muchos sentidos y es probable que sin candidatos
a la vista-, aun teniendo en cuenta la profunda renovación que Bergoglio hizo
en el colegio cardenalicio que escogerá al nuevo papa.
Como tantas cosas que nos
desconciertan en este fin de los tiempos que nos toca vivir, y ante la apertura
de un futuro que se niega a revelar la forma que adoptará, la moneda está en el
aire. Esperemos que no tenga dos idénticas caras con la misma imagen. Será un
desconsuelo para quienes aún imaginamos épocas más justas con líderes más sabios.
ROBERTO
ALIFANO – Buenos Aires, Argentina
MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA
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