sábado, 26 de abril de 2025

EL LEGADO DE NUESTRO PAPA DEL FIN DEL MUNDO - Roberto Alifano - Buenos Aires, Argentina







EL LEGADO DE NUESTRO PAPA DEL FIN DEL MUNDO

Conocí a Jorge Bergoglio a través de Borges que mantuvo con él una prolongada y enriquecedora amistad. Se trataban como viejos amigos y la amistad databa de 1964 cuando Bergoglio, recién ordenado sacerdote, daba clases de literatura en el colegio jesuita de la Inmaculada Concepción, de la provincia de Santa Fe, uno de los más antiguos y prestigiosos de la Argentina. En esa oportunidad, respondiendo a una invitación del joven profesor, en compañía de una amiga común, Borges viajó imprevistamente para visitarlo y ofrecer una charla a sus alumnos. “Lo divertido fue que me tocó afeitarlo, cuando lo fui a buscar al hotel”, reía Bergoglio. De allí en más nunca dejaron de frecuentarse.

La perla de esta relación es que una mañana, cuando yo colaboraba con Borges, me habló de dos sacerdotes que lo visitaban: el padre Guillermo, que había sido confesor de doña Leonor, su madre; “un pesado que todo el tiempo quiere hacerme sentir un pecador y salvarme convirtiéndome al cristianismo --decía Borges-, y el Bergoglio, que es profesor de literatura”. Al referirse al primero, me contó que era un fanático del futbol, que le proponía que lo acompañara los domingos para ir primero a misa y luego a la cancha. “No quiere entender que yo deploro el futbol -se quejaba-. Este Guillermo tampoco aprueba que yo sea agnóstico y todo el tiempo me quiere convertir. El otro, el jesuita ama la literatura. Con él, como usted sabe, tenemos largas conversaciones sobre Flaubert, Chesterton y Conrad, los escritores que ambos amamos y releemos… Ahora, hay veces en que también conversamos sobre filosofía y religión; entonces yo me quedo con la impresión de que tiene dudas sobre la existencia de Dios. ¿No le parece raro eso en un cura? Mi madre se aterraría. Pero bueno, quizá no es tan raro si tenemos en cuenta que se trata de un jesuita”.

Para mí fue una época gloriosa en la que muy seguido nos encontrábamos con Bergoglio para almorzar y hablar sobre literatura. Como Borges, Bergoglio era un conversador, y en cuanto a sus mensajes y a su prédica estaba siempre en favor de los pobres y de los excluidos, y a veces chocaban con el autor de El Aleph, sobre el enojoso asunto de la política. Con palabras nuevas y sorprendentes, revulsivas en muchos casos, Bergoglio criticaba el modelo económico excluyente y depredador.

Ya elegido Papa, siempre estuvo cercano de los humildes y desposeídos. Los cambios que hizo en la Iglesia fueron muchos y algunos polémicos y contundentes. El papa latinoamericano que “los cardenales fueron a buscar al fin del mundo” como él mismo decía, entrará en la historia de la Iglesia Católica y de la humanidad como aquella persona que ejerciendo un liderazgo firme, dentro y fuera de las fronteras institucionales, supo entender los desafíos de una sociedad contemporánea muy compleja y con escasos rumbos; desde su lugar ensayó las respuestas a su alcance y, sobre todo, tuvo la capacidad de interpelar a propios y extraños con su mensaje profundamente humano.

De esta manera, Jorge Bergoglio, que tomó el nombre de Francisco, uno de los Santos más humildes de la historia cristiana, logró dejar una huella imborrable en la vida de muchísima gente y también en gran parte de quienes se negaron a reconocerlo como líder espiritual o religioso y aún lo rechazan repudiando su mensaje al que algunos califican de “comunista”, “peronista” o “populista”. Fue así que este Francisco de nuestro tiempo, se convirtió dentro del escenario que nos toca vivir -atravesado por severos conflictos sociales, guerras y, al mismo tiempo, carente de voces y de referentes que iluminen los senderos de una genuina hermandad- en paradigma del líder moderno.

Austero, humilde, con sentido revulsivo, Francisco marcó con su presencia toda una época. De esta manera insistió en la idea fundamental de “una iglesia de puertas abiertas” con capacidad para todos, sin ningún tipo de restricciones, y en diálogo abierto con la sociedad, lo cual implicó también reformas profundas en las estructuras eclesiásticas del accionar de la Iglesia, pero sobre todo con buen espacio para los laicos, sin excluir a las mujeres y a las personas distintas. Con esa intención propició, a través de los sínodos (universales y regionales) un modo participativo que puso en crisis el modelo estrictamente jerárquico, piramidal, heredado de las épocas romanas. Lo cual trajo aparejado también la decisión de enfrentar los problemas de abusos, la pederastia y la corrupción dentro de la estructura eclesiástica.

Sin temblarle la mano, Francisco acompañó este proceso con reformas de la curia vaticana, recambio de los responsables y nuevos nombramientos para rodearse de figuras de su confianza. También hubo cambios mediante la designación de obispos más jóvenes y cercanos a su perspectiva de transformación profunda.

Por supuesto que las resistencias y enfrentamientos se manifestaron rápidamente en todo el mundo; también en la Argentina, donde paradójicamente los sectores católicos más conservadores, empresarios y representantes del poder que vieron en Francisco la continuidad de un cardenal Bergoglio, que en su momento y sin considerarlo como del propio palo, nunca les resultó incómodo. Pero rápidamente se sintieron defraudados por iniciativas y propuestas que acentuaron los rasgos más latinoamericanistas del entonces cardenal de Buenos Aires, radicalizando su perspectiva en favor de los pobres, de los excluidos y de sus derechos.

Fue así como el poder se disgustó con Francisco y no lo disimuló. También los sectores conservadores de la Iglesia, incluidos algunos obispos se sintieron molestos con Bergoglio, aunque estos últimos se mantuvieron dentro de los márgenes de discreción que impone la propia Iglesia. Sin embargo, a nivel mundial las intrigas y las conspiraciones fueron en aumento. Integrantes del colegio cardenalicio que habían ido a buscar a un papa latinoamericano y seleccionaron a un argentino porque siendo tal era el “más parecido” a los europeos se sintieron frustrados en sus expectativas. En más de una oportunidad, esos sectores ultra conservadores se rasgaron las vestiduras ante lo que consideraron excesivas concesiones, tanto en sus mensajes como en su estilo pastoral.

El Papa Francisco no se inquietó por estas (en muchos casos) conspiraciones. Siguió tomando decisiones con conciencia de los problemas que enfrentaba e incluso utilizó la energía y el respaldo que le llegaba desde afuera para dar batallas en el seno de la propia Iglesia. Se mostró convencido de la tarea que debía enfrentar para avanzar y profundizar sus reformas a una Iglesia con mayor participación sinodal, más horizontal y plural que renueve la vida del catolicismo.

Otro de sus propósitos fue promover una visión integral de la educación, centrada en la inclusión, la fraternidad y el compromiso ambiental. Su llamado al Pacto Educativo Global interpela a toda la humanidad a reconstruir el vínculo entre generaciones, culturas y saberes. Desde Roma, pero con una profunda raíz latinoamericana, Francisco situó a la educación en el centro de su propuesta pastoral y política. Su mirada se alejó de los modelos competitivos o utilitaristas de un saber con inclinación clasista y se orientó hacia una pedagogía del encuentro, la solidaridad, el bien común y el respeto a la condición humana. Una de sus iniciativas más relevantes fue el lanzamiento, en 2019, del Pacto Educativo Global, un llamado a reconstruir “el pacto educativo roto”, es decir, los lazos entre escuela, familia, comunidad, política y cultura. Francisco propuso un compromiso conjunto, que incluyó a docentes, estudiantes, líderes religiosos, dirigentes sociales, intelectuales y gobiernos, para “repensar la educación frente a los desafíos de la exclusión, la desigualdad, el deterioro ambiental y la fragmentación social, ya que el mundo necesita una nueva educación, que no se limite a transmitir información, sino que forme personas dispuestas a comprometerse con el otro y con el planeta”, expresó entonces. Y dentro de ese marco, defendió de manera persistente que la educación debía ser un derecho universal y colectivo, no un privilegio ni una mercancía para una minoría. Su pensamiento, inscripto en la tradición de la educación popular latinoamericana, valoró especialmente el trabajo de educadores comunitarios y organizaciones sociales que garantizaron el acceso al conocimiento en contextos vulnerables. “Educar es un acto de amor, es dar vida”, afirmó en diversas ocasiones.

La fraternidad, la paz y el diálogo intergeneracional estuvieron también en el corazón de su propuesta. Como planteó en su encíclica “Fratelli Tutti”, donde proclama que la educación debe abrir caminos para una nueva convivencia, plural y justa. A la vez, su encíclica “Laudato Si”, impulsó una ecopedagogía que vinculó la justicia social con el cuidado de la casa común, poniendo especial atención en jóvenes, docentes y en la familia en general. Con esa convicción, Francisco dirigió numerosos mensajes donde destacó la necesidad de enseñar a pensar, sentir y actuar de manera coherente y comprometida, que en su visión era la de formar personas críticas y solidarias, acaso una de las tareas educativas más urgentes de nuestro tiempo. En esa dirección dio pasos esenciales y, quizá sea la tarea inconclusa que dejó y que quedará en manos de quien lo suceda en el pontificado. Una designación que, según mi humilde parecer, dependerá de una insólita -sin duda incierta en muchos sentidos y es probable que sin candidatos a la vista-, aun teniendo en cuenta la profunda renovación que Bergoglio hizo en el colegio cardenalicio que escogerá al nuevo papa.

Como tantas cosas que nos desconciertan en este fin de los tiempos que nos toca vivir, y ante la apertura de un futuro que se niega a revelar la forma que adoptará, la moneda está en el aire. Esperemos que no tenga dos idénticas caras con la misma imagen. Será un desconsuelo para quienes aún imaginamos épocas más justas con líderes más sabios.

ROBERTO ALIFANO – Buenos Aires, Argentina

MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA

 


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